Criaturas de roble perla permanecen de pie en la colina. La hierba podría ascender de nuestro pan hacia ellas si abandonásemos el lugar y el azul celeste descender de ellas sobre la sombra que envuelve las fortalezas. ¿Quién llenará nuestras jarras después de nosotros?
¿Quién cambiará a nuestros enemigos cuando sepan que hemos subido a la colina para alabar a Dios en las criaturas de roble? Todo revela la diversión del viento, pero nosotros no soplamos polvo. Tal vez este día nos sea más ligero que el anterior. Nosotros somos los que han permanecido mirando al cielo sin adorar más que lo que han perdido de sus creencias. Tal vez la tierra sea más grande que su descripción, y este camino sea la entrada, en compañía del viento, al bosque de robles. Las víctimas pasan por ambos lados. Dicen las últimas palabras y caen en un único mundo. El águila y el roble las vencerán. Hay que hacer una tregua con las amapolas del valle para que entierren a los muertos de ambas partes y para que intercambiemos algunos insultos antes de llegar a la colina. Es necesario un esfuerzo humano para que torne estos caballos en criaturas de roble. El eco es uno en los desiertos, sólo el eco. Y el cielo sobre una piedra es un exilio que los pájaros colgaron en este espacio infinito antes de emprender el vuelo. El eco es uno en las largas guerras: una madre, un padre y un hijo que creyeron que detrás de los lagos los caballos regresaban enjaezados con la última esperanza y prepararon café a sus sueños para evitar dormirse en el espectro de los robles. Cada guerra nos enseña a amar más la naturaleza. Después del asedio cuidamos más los lirios y del almendro, recogemos en marzo el algodón de la ternura.
Plantamos la gardenia en el mármol y regamos las plantas de nuestros vecinos cuando van a cazar nuestras gacelas. ¿Cuándo dejará la guerra su carga para que rescatemos en la colina el talle de nuestras mujeres del nudo del símbolo en los robles? ¡Si nuestros enemigos tomaran nuestro lugar en los mitos para que supieran cuánto amamos las aceras que ellos odian! Si tomaran nuestra parte de cobre y relámpagos, para tomar de ellos la seda de la tristeza. ¡Si nuestros enemigos leyeran nuestras cartas dos o tres veces para que se excusaran ante la mariposa del juego del fuego en el bosque de robles! ¡Cuánto hemos deseado la paz para nuestro señor en los cielos, nuestro señor en los libros! ¡Cuánto hemos deseado la paz para la hilandera de lana, para el niño junto a la gruta, para los que aman la vida, para los hijos de nuestros enemigos en sus refugios, para los mongoles cuando parten hacia las noches de sus esposas y se alejan de los capullos de nuestras flores, de nosotros y de las hojas de los robles! Las guerras nos enseñan a paladear el aire, a exaltar el agua. ¿Cuántas noches más nos alegraremos con los garbanzos duros y las castañas en los bolsillos de nuestros abrigos? ¿Perderemos nuestra habilidad para impregnarnos de lluvia? ¿Pueden los muertos no morir para iniciar aquí su historia? Tal vez logremos elogiar el vino y brindar por la viuda del roble.
Aquí, todo corazón que no responde a la flauta cae prisionero de la araña. Camina despacio para oír el sonido del eco sobre los caballos del enemigo. A los mongoles les gusta nuestro vino y quieren vestirse con la piel de nuestras esposas por las noches, tomar prisioneros a los poetas de la tribu y talar los robles. Los mongoles nos quieren como desean que seamos, un puñado de arena sobre China o Persia. Y quieren que amemos todas sus canciones para que se establezca la paz que exigen. Podremos aprender sus proverbios, perdonar sus actos cuando se hayan marchado con esta tarde al viento de sus antepasados detrás de la canción de los robles.
Ellos no han venido para vencer, y la leyenda no es la suya. Descienden de sus caballos al término de la migración al oeste enfermo de Asia, ignorando que nosotros podemos luchar contra Gazán Argún durante mil años pero la leyenda no es la suya. Puede que dentro de poco abrace la fe de sus asesinos para aprender de ellos la lengua de Quraysh y el milagro de los robles. El eco es uno en las noches. En la cima de la noche, contamos las estrellas en el pecho de nuestro señor, la edad de nuestros niños -han cumplido un año después de nosotros- las ovejas de nuestra gente bajo la niebla, el número de los muertos mongoles y nuestros números. El eco es uno en las noches. Un día regresaremos y hará falta un poeta persa para cantar esta nostalgia en el lenguaje de los robles. Las guerras nos enseñan el amor por el detalle: la forma de las llaves de nuestras puertas, a peinar nuestro trigo con las pestañas, a caminar, ligeros, sobre nuestra tierra y a santificar las horas que preceden al ocaso sobre los acederaques.
Las guerras nos enseñan a ver la imagen de Dios en todas las cosas y a cargar con el peso de los mitos para expulsar al monstruo del cuento de los robles. ¡Cómo nos reiremos de los gorgojos en el pan de las guerras y de las larvas en el agua de las guerras! Y si vencemos, colgaremos nuestras banderas negras en las cuerdas de la ropa, después haremos con ellas calcetines. Y el himno se elevará en los funerales de nuestros gloriosos héroes, las prisioneras serán liberadas y la lluvia caerá sobre la memoria de los robles.
Detrás de esta tarde vemos lo que queda de la noche. Dentro de poco, la luna libre tomará el té del combatiente bajo los árboles. Una sola luna para todos en las dos trincheras. ¿Tienen ellos detrás de esas montañas casas de barro, té y flautas? ¿Tienen ellos, como nosotros, una albahaca que, de la muerte retorna a los que parten en el bosque de robles? Por fin hemos ascendido a la colina. Nos elevamos sobre las ramas de las historias. Una hierba nueva crece en nuestra sangre y la suya. Cargaremos nuestros fusiles con albahaca, y las medallas de los que regresan serán los collares de nuestras palomas, pero nosotros no hemos encontrado a nadie que acepte la paz. Nosotros no somos nosotros ni los otros son los otros. Los fusiles se han roto y las palomas vuelan lejos. No hemos encontrado a nadie aquí, a nadie. No hemos encontrado el bosque de robles.
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